Debate sobre Seguridad Social, Izquierda y Fraternidad
No es mi intención valorar ahora el reciente acuerdo sobre las pensiones. No lo haré por falta de tiempo; pero también porque hace ya muchos años que he tomado la decisión de estudiar a fondo las normas tras ser publicadas en el BOE. En caso contrario corro el riesgo –la edad y la mala vida pasan factura- de acabar confundiendo el contenido del acuerdo inicial, el anteproyecto, el proyecto y la propia ley y equivocarme, a la hora de la aplicación, en la regulación concreta.
En todo caso, afirmo sin ambages que los sindicatos han cumplido con su papel constitucional. Ante el ruido del cabreo de la derecha (¡qué triste eso de basar toda la estrategia política en “el tú no sirves, yo lo hago mejor y no arrimo el hombro porque estás tu”!), el corporativismo egoísta de mucha gente y las críticas de traición desde la izquierda radical, cabrá recordar que los sindicatos han hecho lo que tenía que hacer como tales sindicatos: intentar parar en lo posible el golpe auspiciado por los centros oligárquicos de poder contra la Seguridad Social, con la resignación cómplice del gobierno. Puede uno estar de acuerdo o no con concretas medidas, pero en todo caso hay algo que resulta indiscutible: sin el pacto la reforma hubiera sido mucho peor. Y sólo por eso es positivo. Otra cosa, ciertamente, son las formas: no sé hasta qué punto el secretismo en la negociación era el apropiado tras una huelga general.
Si los críticos desde la izquierda quieren buscar culpables habrá que mirar al bosque y no empezar a dar hachazos a los únicos árboles –los sindicatos- que han resistido mal que bien a la derrota de la izquierda por el neoliberalismo.
Porque, ¿qué dice la izquierda en general y en sus múltiples expresiones sobre cuál debe ser el futuro de la Seguridad Social y, más allá, de las políticas sociales en los actuales estados opulentos? Prácticamente nada. Sólo mantener el estatus quo.
Y creo que ése es el error de la izquierda en materia de Seguridad Social, como en tantos otros aspectos: seguir reivindicando el pacto welfariano, sin darse cuenta que éste es simple papel mojado. Porque la Seguridad Social es algo más que “eso” que parece estar ahí desde siempre para asegurarnos las pensiones. Es una expresión histórica concreta de una de las tres patas de la democracia: la fraternidad. Es decir, el derecho de todos los ciudadanos y ciudadanas a que la sociedad –o, si se prefiere, aunque a mi particularmente no me gusta, el Estado- les garantice una vida digna ante cualquier situación de necesidad, cuando no sean económicamente productivos o por falta de ingresos suficientes, para que puedan desarrollar toda su potencialidad como seres humanos. En definitiva, el “derecho a la felicidad” de los padres constituyentes americanos (que actualmente, por cierto, está en trámite de plasmación en la Constitución brasileña)
Cuando empiezo mis clases sobre Derecho de la Seguridad Social siempre uso el mismo punto de partida –a fin de que los alumnos entiendan qué es la Seguridad Social-: el Título Cuarto del Libro Sexto de las Leyes de Indias. En él se regulan las Cajas de censos y bienes de la comunidad. Ocurre que cuando las fuerzas colombinas llegan al Nuevo Mundo encuentran un sistema de organización social muy peculiar en las comunidades indígenas cuyo sustento es básicamente agrícola: las tierras son comunales, se trabajan por todos y las ganancias se distribuyen en tercios: uno para la propia comunidad –y, obviamente, el cacique-, otro para las personas que trabajan las tierras y otro a favor de los sujetos que no pueden trabajar, por razón de edad o invalidez. Los castellanos no tocaron básicamente el sistema –sin duda que la labor de Fray Bartolomé de las Casas y sus seguidores fue fecunda-, limitándose a apropiarse del tercio de ganancias “institucional”. Pues bien: ese otro tercio destinado a los ciudadanos no productivos es lo que, en términos actuales, denominamos Seguridad Social.
Ese fenómeno comunitarista fue también observado por otras potencias europeas en sus políticas coloniales (sin que consten que dictaran leyes para su mantenimiento). Y de ahí surgió la noción de la Ilustración del buen salvaje. Y, por cierto, la idea marxiana del comunismo primitivo. Y de ello nace el concepto de fraternidad, como forma de estructuración racional y solidaria de la sociedad (idea que puede ya encontrarse en Platón y en diversas prácticas de múltiples religiones, también la cristiana inicial)
A lo largo de los dos últimos siglos la gran divergencia entre la izquierda y la derecha –ahora que muchos se preguntan en que se diferencian- es que ésta sólo hacía énfasis en uno de los elementos esenciales de la democracia, la libertad (no estoy hablando de fascismos o tradicionalismos, sino de la derecha liberal). Mientras que la izquierda integraba en sus valores también la igualdad y la fraternidad (aunque, ciertamente, en muchas ocasiones reivindicando la supresión temporal de la libertad a fin de conseguir una sociedad perfecta)
La solidaridad social se plasmó en los orígenes del sindicalismo a través del mutualismo (de tal manera que en buena parte, entonces no se diferenciaba entre éste y el sindicato, siguiendo la lógica gremial) Y conforme la lucha de los trabajadores cobró fuerza, ese mutualismo se integró en el Estado, aunque desplazando la responsabilidad a los empresarios, como dadores de trabajo. Es lo que se conoce como seguros sociales, en definitiva, una especie de contrato de seguro, al que debían hacer frente esencialmente los empleadores, pues eran ellos los que, a la postre, se lucraban con el riesgo del trabajo.
Sin embargo, ese modelo bismarkiano quebrará con la implantación de la Seguridad Social, propiamente dicha, con las nuevas políticas de distribución de rentas norteamericanas tras la crisis del 29 y, significativamente en Europa, al finalizar la Segunda Guerra Mundial. A partir de entonces una parte de las ganancias de los ciudadanos activos se destinan a dotar de ingresos a los ciudadanos que no pueden serlo. Esa es –a la postre, redescubierta, pues ya se practicaba en sociedades “primitivas”- la idea de la Seguridad Social. Por tanto, cabrá recordar que la Seguridad Social no ha estado siempre ahí: tiene apenas siete decenios. Y, en España sólo se implantó hace cuarenta y cinco años (por cierto, cabría empezar a desterrar esa idea popular que “Franco sólo hizo algo bien: la Seguridad Social”; si la oligarquía no se hubiera levantado en armas contra la República, el sistema se habría impuesto mucho antes, como en el resto de Europa). Pues bien, la Seguridad Social no es ninguna concesión de las clases opulentas. Al margen de la secular lucha del movimiento obrero surge por dos realidades conexas: la existencia de un modelo social alternativo en media Europa (la URSS y anejos que, con todos sus horrores aseguraban a los ciudadanos un mínimo de subsistencia) y la sensación de hartazgo de las capas populares europeas y norteamericanas tras haber sacrificado dos generaciones en los campos de batalla de dos guerras mundiales (no está de más recordar que Churchill pierde las elecciones en manos del laborista Attlee pocas semanas después de ganar la guerra)
De ahí surge el gran pacto social welfariano: un nuevo modelo de estructuración de la sociedad capitalista, que aseguraba a los ciudadanos unas rentas mínimas en caso de estados de necesidad (generalmente vinculadas con su previa aportación productiva y económica, al menos en la mayoría de modelos contributivos). Unas nuevas reglas de reparto del pastel. Sin embargo, lo que se olvida a menudo es que también la izquierda se dejó plumas en ese pacto –como en todos los pactos sociales, también el actual de las pensiones-: renunció, expresa o tácitamente, a construir otro modelo de sociedad diferente. Renunció al internacionalismo. Renunció a discutir el poder en el seno de la empresa. Renunció al control de la sociedad sobre la producción y la propia empresa. Renunció a un modelo de participación política y social más directo. Renunció, en definitiva, a la construcción inmediata del paraíso en la tierra, al “asalto de los cielos”. Cierto: no lo hizo toda la izquierda en forma expresa –sí, la socialdemocracia- Pero no es menos cierto que el pacto welfariano venía a colmar las expectativas mínimanente igualitarias de la mayor parte de las clases menesterosas, por lo que se acabó convirtiendo en el gran legitimador social del modelo social y en el gran dique frente al “peligro rojo”.
Ya sé que esas son las verdades del barquero. Pero ocurre que vivimos unos tiempos en los que hay que recordarlas, en medio del griterío vacuo. Griterío que omite algo evidente: el pacto welfariano ha sido dejado sin efectos por la oligarquía, tras la derrota sin paliativo de la izquierda, el triunfo del neoliberalismo y la instauración del “capitalismo popular” (causa última de la grave crisis sistémica actual) En otras palabras: ¿para qué han de seguir renunciando las clases opulentas al mayor trozo de pastel cuando no tienen amenazas, ni nadie que se les enfrente? Por eso la Seguridad Social les sobra. Quien quiera asegurarse su futuro en situaciones hipotéticas de necesidad que ahorre. Y si no se puede ahorrar o el estado de necesidad no lo permite, mala suerte. La vida es así de dura. En definitiva, el retorno a un modelo censitario de organización política, basado en la mera propiedad. En el que la libertad la ejerzan los propietarios, sin que la sociedad pueda interferir en el ejercicio sacrosanto de la misma y sin tener que aportar nada de sus ganancias. Hace pocos días un político de la derecha tan moderada como Duran i Lleida lo expresaba claramente, ya sin ambages, afirmado:” Si la sociedad quiere que aquí (por el Parlamento) vengan simplemente gente que no tenga nada de propiedad y quieren que ésta Cámara al final sea una Cámara de funcionarios y de gente pobre, pues vamos por el mejor de los caminos” (estoy seguro que Cipriano García soltó un exabrupto en el cielo de los pobres al oír tamaña desfachatez)
Lo terrible es que esas propuestas van ganando consenso social. Y lo hacen también entre las clases menesterosas –aunque ilusamente se consideren clases medias-, porque la izquierda ha renunciado a la didáctica de la política, en definitiva a explicar la fraternidad. No está de más recordar que el impuesto de sucesiones y el del patrimonio han sido derogados o capidismuidos por gobiernos que se dicen de izquierda –en el Estado y en Cataluña-: así, al parecer, se ganan votos (por cierto: ya estamos viendo los votos que se ganan). Y si cada vez hay más trabajadores que se quejan de lo que se les quita cada mes en materia de Seguridad Social –como ocurre- pronto asistiremos al debate de la privatización del sistema, como desde hace tiempo se está planteando desde diversas e interesadas instancias. Sin embargo, pocos recuerdan que los planes de pensiones privados han sido los principales afectados por la actual crisis económica, haciendo perder gran parte de sus ahorros a muchas personas, cuando no sumiendo a la miseria a muchos pensionistas de varios países. O como aquellas experiencias de privatización de la Seguridad Social en el cono sur latinoamericano han quebrado. He escrito ya en varias ocasiones como no deja de ser significativo el gran impacto mediático que tienen los periódicos informes que realizan supuestos analistas solventes –pagados por instituciones financieras- para demostrar la imposibilidad futura del sistema de Seguridad Social, anunciado su quiebra para un futuro inmediato: si se busca en las hemerotecas se hallarán estudios de hace veinte o menos años que auguraban la debacle para el años 2000 o el 2005. Sin embargo, los media apenas nada dicen de la crisis de los modelos de ahorro privados.
Con todo, lo que me parece más preocupante es que la visión actualmente hegemónica de la Seguridad Social es esencialmente economicista, obviando su contenido social, jurídico y político. Claro que hay que adaptar el modelo a situaciones previsibles de futuro: ¿es que acaso no lo hacían los indígenas americanos ante situaciones de escasez? Pero una cosa es ésa y otra, muy distinta, situar la Seguridad Social como un mero instrumento económico. Es algo más. Es mucho más: es una práctica de civilidad y de solidaridad social. Es un instrumento de fraternidad.
La izquierda ha renunciado en la práctica a dotar de mayor contenido a la fraternidad, dando por bueno el Welfare. Y ahora se acaba convirtiendo, atónita, en una simple valedora de ese antiguo pacto social. Pero es ése un pacto social que la contraparte –los opulentos- han dado ya por roto. Y cuando aquí hablo de izquierda me refiero a toda la izquierda: ¿Qué es, si no, el grito de traición que se lanza contra los sindicatos sino la simple reivindicación de las condiciones anteriores?
Si el pacto welfariano ya no está en vigor –y no lo está salvo para quien no quiera verlo- ¿qué impide a la izquierda reencontrarse con aquellas viejas reivindicaciones a las que renunció en su día? Si un contrato se rompe por una de las partes, la otra no está limitada por lo que en su día ambas pactaron y tiene manos libres en los compromisos adquiridos. Los juristas sabemos eso desde la antigua Roma, al menos. Pues bien, si la izquierda deja de ser prisionera del contrato extinto, quizás estará en condiciones de replantear nuevas propuestas sociales que reivindiquen renovada la fraternidad como eje de su discurso.
Y así: ¿por qué no superar el propio concepto de Seguridad Social y resituar la noción de fraternidad o solidaridad social en un ámbito más general? Pocas propuestas hay en ese sentido, salvo la conocida renta básica universal. Aún siendo un planteamiento interesante –minimizado injustamente en el debate político- creo que debería afinarse, en tanto que, en caso contrario, se corre el riesgo de que se acabe convirtiendo en un elemento de redistribución negativa de rentas (al menos, por lo que hace a la versión más purista de la propuesta)
Pero, con todo, si se replanteara la noción de fraternidad, creo que la izquierda estaría en condiciones de dar nuevas alternativas de civilidad, incluso desde el actual sistema. Y ello en base a tres parámetros: la unificación en un solo modelo de todas las rentas públicas ante estados de necesidad, la fijación de qué debe entenderse por ingreso mínimo asegurado y digno y la ampliación de supuestos causantes.
Se trataría, en primer lugar, de reunificar los diversos trazos de derechos de fraternidad que hoy existen, desperdigados e inconexos. Veamos: la cobertura de las situaciones de los ciudadanos en estado de necesidad –asistencia sanitaria al margen- la hallaremos hoy además de la propia Seguridad Social en sus niveles contributivo y asistencial, en los fondos y planes de empleo, Seguridad Social complementaria, políticas de dependencia, integración de las personas discapacitadas, rentas de ciudadanía, asistencial social, políticas activas de empleo, políticas familiares, etc. No existe ninguna coordinación entre esos instrumentos, generalmente corresponden a Administraciones diferentes –tanto vertical como horizontalmente-, obedecen a lógicas distintas y no tienen coherencia ominicomprensiva. ¿No sería necesaria la integración de todas esas políticas dentro un único modelo harmónico? Es decir, que los ciudadanos supieran cuáles son sus derechos ante los distintos estados de necesidad en que pueden hallarse a lo largo de su vida en una forma integrada y que se unificaran en una única contabilidad, aun con distintas fuentes de financiación. Sin duda que la unificación tendría efectos notorios en el costo social pero, además, sería una magnífica forma de hacer palpable la fraternidad como derecho de la ciudadanía.
Y en ese marco, cabría plantearse los límites de la fraternidad en relación con el mínimo vital de una renta digna –aún a costa de abrir la caja de los truenos corportativa-. Por poner un ejemplo: ¿tiene sentido que una persona pueda percibir la prestación de desempleo si tiene unas rentas muy elevadas, como hoy ocurre, mientras una buena parte de parados con evidentes necesidades no tienen ya ningún ingreso?; o ¿tiene sentido que una persona joven, que puede rehacer su vida y con ingresos suficientes, pueda percibir a lo largo de toda su vida una pensión de viudedad si ha tenido la desgracia que su pareja ha fallecido poco después de su unión afectiva? Mientras tanto, el sistema paga pensiones de viudedad mínimas a las viudas de pensionistas, que nunca trabajaron por motivos de separación de la vida laboral por matrimonio y filiación hegemónica cuando eran jóvenes y para las que se diseñó en su día esa prestación.
Y, por otra parte, ¿por qué renunciar a nuevas prestaciones, aún en el propio sistema de la Seguridad Social? Por seguir con la ejemplarificación: ¿por qué una persona que está pasando un mal trago en su vida, por causas familiares o personales, no tiene derecho a separarse momentáneamente del trabajo, con ingresos suficientes, a fin de rehacerse mínimamente del golpe sufrido? Un número importante de los procesos de incapacidad permanente que hoy se dilucidan en los juzgados responde a un arquetipo: mujer, madura, con escasa formación y empleo en actividades accesorias, con problemas familiares graves, que presenta una depresión no grave y, a menudo, una fibromialgia o un síndrome de fatiga crónica. Con los actuales parámetros ese cuadro no es, salvo excepciones, incapacitante. Y, sin embargo, parecería lógico que la legislación diera un respiro en su azarosa vida a esas personas, permitiéndoles un respiro. Cierto es que el número de prestaciones de la Seguridad Social se ha incrementado en los últimos decenios. Pero también lo es que ningún legislador se ha parado a pensar qué circunstancias pueden acaecer en la vida para que uno no pueda seguir siendo económicamente activo y dar una respuesta global a las mismas.
Saquemos a la economía de la Seguridad Social. O, mejor dicho, dejémosla limitada a un mero –pero necesario- carácter funcional o accesorio. Reivindiquemos la Seguridad Social como derecho de ciudadanía, como la muestra más importante de la fraternidad humana. Y hagámoslo con ojos nuevos, ya no cegados por la venda del pacto welfariano. Seguir empeñados en el cumplimiento de sus cláusulas es ya ahistórico. La auténtica alternativa emancipadora es la reconstrucción de un discurso alternativo desde la fraternidad redescubierta. Sin duda que el sindicato está siendo incapaz de resituarse en el nuevo escenario postwelfariano –el propio pacto de pensiones lo patentiza-. Pero no le culpemos por intentar parar el golpe lo mejor que ha podido, porque esa falta de adaptación a lo nuevo es propia de toda la izquierda. Lo otro, los gritos de traición, servirán para auspiciar el corporativismo y hacer manifestaciones. Pero, sin contenidos alternativos, no son más que la defensa de un pacto social caduco. Y, paradójicamente, también una defensa de las renuncias, en su momento de la izquierda.
Miquel Àngel Falguera i Baró
Magistrado Tribunal Superior de Justicia de Catalunya
1 comentario:
Quede claro: el autor de este artículo no se llama iquel, sino Miquel. Carlitos, está feo no poner la referencia. Tuyo y de Anna Magnani, JLLB
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